David Cho, un joven estadounidense de origen coreano, comienza a trabajar en un spa
de Los Angeles para ayudar económicamente a su familia. En su
imaginario –como en el de gran parte de la comunidad coreana–,
estos establecimientos son un lugar de disfrute familiar, tradición y
relax. Sin embargo, al trabajar allí por las noches, descubre un mundo
oculto de encuentros homosexuales que le atrae y le atormenta al mismo
tiempo.
La homosexualidad como fuente de
conflicto social, cultural y personal es un aspecto clave en esta
película, que se desarrolla en el Koreatown
de Los Angeles. La mayoría de las reseñas lo subrayan, no solo por la
delicadeza con la que se aborda en el filme, sino también porque es el
más fácil de ver.
No obstante, Spa Night ofrece otras aristas muy interesantes: inmigración,
identidad cultural, segundas generaciones, expectativas depositadas en
el país de acogida, precariedad laboral y fracaso. Así,
mientras Ahn explora el mundo gay que existe tras la bruma de las saunas
coreanas, despliega estos otros planos, con sus correspondientes
intersecciones.
Hay varias escenas que ilustran la
tensión del protagonista y el nivel de exigencia de sus padres, un
matrimonio coreano tradicional que emigró a Estados Unidos en su
juventud con la esperanza de prosperar y que, ahora, 20 años después,
enfrenta serios problemas económicos. Una de estas escenas, que aparece
en el tráiler, es cuando el padre de David habla con él y se lamenta por
no haber hecho lo suficiente para asegurarle un futuro estable y
provechoso. «Pienso que podría haber hecho más por ti, que podría
haberlo hecho mejor», reconoce el hombre, vencido por completo, como si
el éxito económico o el ascenso social dependieran únicamente de sí
mismo y sus esfuerzos.
La pérdida del negocio familiar –un
local de comida coreana que sostenían con gran esfuerzo–, la merma de
los ingresos y la acumulación de deudas son un punto de inflexión brutal
para este matrimonio, que vuelve a encontrarse tan pobre como al
principio, pero sin la juventud ni las ilusiones de entonces. Y es,
precisamente, en este momento, cuando todas las expectativas y los
sueños del futuro mejor se transfieren de inmediato a la vida de su hijo: un heredero involuntario del proyecto migratorio de sus padres.
De este modo, mientras el padre se
desliza sin remedio por la pendiente del alcoholismo y la derrota, la
madre se pone a trabajar de camarera en otro restaurante para seguir
trayendo dinero a casa, mantener a flote la economía del hogar y lograr
que David estudie, que acceda a la universidad. Podrá estar rota la
ilusión que la llevó hasta América en su día, pero la convicción de que
eso –la cualificación, el hijo– los salvará de todo permanece intacta. A
pesar de las evidencias.
También persiste el deseo materno de que
se busque una novia –por supuesto, mujer; preferentemente coreana– con
la que dar continuidad a la familia, entenderse en su lengua natal y
compartir ciertas tradiciones, como ir juntas al spa para
exfoliarse mutuamente las pieles muertas de la espalda. Y, claro,
existe el temor a que David acabe teniendo un empleo tan anodino y una
vida tan gris como la que han tenido ellos.
Con estos ingredientes, más un par de
trabajos precarios –incluyendo el del spa, donde el protagonista lava
toallas y friega suelos sin contrato ni Seguridad Social–, Andrew Ahn
construye una historia de sensaciones y estados de ánimo en la que el
personaje principal es empujado a unos objetivos casi imposibles de
cumplir. Sé uno más y sé único. Mejóranos, pero no cambies. Haz que
todos nuestros sacrificios merezcan la pena. Cumple el sueño americano,
pero con una chica de Corea.
A través del protagonista, sus decisiones y sus dudas, el guion muestra de manera cristalina la enorme responsabilidad que a menudo cargan los hijos de los inmigrantes,
obligados a la normalidad social por un lado y a la excepcionalidad
académica y económica por otro. Y todo esto, como si fuera poco,
conservando las raíces culturales de sus padres.
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